domingo, 2 de noviembre de 2014

La guerra es un asunto de gobierno, pero la paz es un asunto de Estado

El fin de la guerra

Tanto el país como su Estado, su sociedad, sus instituciones y los actores del conflicto interno todavía no están suficientemente maduros para afrontar la terminación del conflicto militar interno colombiano.

Por Libardo Orejuela Díaz (*)
Finalizada la campaña electoral por la Presidencia, copada por tintes de inaudita polarización, ardides inadmisibles y extralimitadas audacias, una cosa, entre muchas, quedó clara: el agotamiento emocional por la guerra, derivado de la terrible mortandad conocida, de la barbarización del encono bélico, de la afectación de la población civil no combatiente y de los réditos económicos generados por los juegos de poder, ha conducido a una especie de referendo fáctico por el fin de la guerra y tras la esperanza de alcanzarlo, si nos atenemos a la evolución de la Mesa de La Habana y a los pronunciamientos sobre una situación similar con la guerrilla del ELN, abre una densa discusión sobre la fase posterior, que sigue a la terminación del conflicto militar interno.


¿Están el país, su Estado, su sociedad, sus instituciones, los mismos confrontantes directos, preparados con suficiencia para afrontar dicha fase? Certeramente la respuesta es NO.  Pero lo difícil no asimila lo imposible. Lo que aún no ha sido del todo superado en El Salvador, después de los acuerdos de Chapultepec en 1992, 22 largos años, no va a lograrse entre nosotros de veloz manera. Hay que construir una política para el pos que implica insumos insoslayables, estrategias de consideración y acciones a implementar, lo cual conlleva la participación de la más amplia voluntad consensuada y el desarrollo de una nueva cultura de observación y aprehensión del otro, dinamizada por la transigencia, una dimensión horizontal del poder y una estima integral de la democracia que sobrepase los lineamientos meramente formales o liberales de la misma para atender derechos sociales, económicos y culturales que la hagan plenamente accesible y  profundamente deseable.


Dada la existencia de varios factores de crisis no solo para acordar el fin de la disputa militar sino igualmente el paulatino recobro de la convivencia y así la edificación de la paz, que deben ser atendidos como insumos cardinales.  El primero de ellos, sin que este orden implique un rango de importancia, reside en la confianza, la aceptación de la buena fe y la voluntad expedita del otro. Los insucesos del pasado, verbigracia los atinentes a Guadalupe Salcedo, Carlos Pizarro León Gómez y Bernardo Jaramillo Ossa, detonan aún ecos que fracturan la confiabilidad en el proceso por venir. ¿Y esta percepción se va eslabonando con el asunto de las armas, entrega? ¿Destrucción? ¿Simple inmovilización?  

La inserción de la confianza no es un asunto de fe, sino de construcción. Implica la denotación de un compromiso visible y tangible del Estado, los empresarios, sectores y redes sociales, academias, gremios y otros institutos semejantes para receptar a quienes proviniendo de la guerra se adentran en la autopista de la paz, sustentados en el criterio de que nadie abandona la violencia política –es la experiencia generalizada en diversos procesos en el mundo- sino siente que el escenario contrario, el convivente, contribuye al mejoramiento de su calidad de vida y a la instalación de un afirmativo y cierto futuro.

La confianza, cardinal para los combatientes, no basta para los afectados en la colisión violenta. Las víctimas reclaman resarcimiento a su martirio, seguridad de su no repetición, desagravio a su vulneración histórica. Las víctimas no se reducen a los 11.751 muertos, producto de las 1.982 masacres que el grupo de Memoria Histórica coordinado por Gonzalo Sánchez documentó entre 1980 y 2012, de las que cerca de un 62% fue resultado de la violencia paramilitar, cerca del 18% de la acción guerrillera, 7.4 % fruto de la Fuerza Pública y 12.6% expresión de actores armados no identificados. Las víctimas recogen igualmente el número de los miles producto de los asesinatos selectivos, que en el rango de la misma fecha generaron un poco más de 23.000 muertos; asimismo, los 27.023 secuestrados entre 1970 y el año 2010;  los miles de desaparecidos forzosos, en un país que reporta 25.007  de esas personas  por razón de la guerra, si nos atenemos a lo concluido al respecto dada por el Grupo de Memoria Histórica, conducta que conlleva torturas y tratos degradantes, a pesar de ser “una estrategia de ocultamiento de la violencia”, y los aproximadamente seis millones de desplazados que nos volvieron el país número uno en semejante diáspora obligada y así el mayor afectado en todo el mundo, versión de cerca de un 15% del conjunto general de la sociedad colombiana. No quedan excluidos de esta horripilante bitácora los mutilados por las minas anti persona que hacen del nuestro, solo antecedido por Afganistán, como el país de la inmensa tragedia en este campo, tampoco los sacrificados en ejecuciones extrajudiciales, mentadas coloquialmente como ‘falsos positivos’.

Igualmente, en este deslucido universo caben los entornos familiares y vecinales, quienes padecieron el robo de sus propiedades, el despojo de sus tierras y la violentación física y sexual de sus mujeres e hijas, y no pudieran quedar por fuera los millones de compatriotas que en muchos de los cascos municipales y veredales y en los lugares más apartados del campo colombiano han sido sacrificados en su salud fisiológica y psíquica, amordazados por la incertidumbre diaria y atenazados por el miedo y el espanto.

Y hablando del asunto  de la tierra, esta es una contrastada situación aún no resuelta y que históricamente motoriza la guerra nuestra. En Colombia generalmente los Señores de la Tierra han sido los Señores de la Guerra, y el asunto agrario, su democratización, es aún un tema pendiente.

Y más allá de la pacata conducta filistea que nos pudiera acompañar en momentos de polaridad irracional, son  también víctimas los niños y niñas reclutados y reclutadas y aquellos que se enmontaron voluntariamente tras el repaso de su triste inventario en salud, educación y vivienda y convertidos por la desnutrición cotidiana en una especie de zombis ambulantes que bien pudieran ser categorizados con el título de una afamada película de Víctor Gaviria: Rodrigo D: no futuro, adolescentes sin porvenir alguno.

También son víctimas, colectivos comunitarios, étnicos y regionales, cuya existencia en la periferia bajo el dominio hegemónico de los centros de poder han ahondado en la pauperización, la inequidad y la exclusión. Las sociedades locales de zonas como Buenaventura, el Choco, Urabá, Putumayo, Arauca y los antiguos territorios regionales son un graficado ejemplo que lamentablemente se denota. En esto hay que tener cuidado y ser especialmente juiciosos; como bien lo diría el ex presidente Cardoso de Brasil en el reciente encuentro convocado en Cartagena de Indias, la intención en la posguerra no puede ser la de asentar un modelo económico indicativo limitado a los equívocos números del Producto Interno Bruto, “sino de crear una sociedad decente” producto de una comunidad que en el aquí y en el ahora reclama vivir de una manera distinta y cuya pretensión no va a resolver el autoritarismo del mercado sino un modelo cuyo único maridaje posible es la justicia social para señalar ilusiones en prospectiva y no sueños regresivos.

Es menester acotar con otro punto importante la transición de la mano de obra que, sin cualificación para el uso de la guerra, debe tornarse mínimamente preparada para atender a algunos de los sectores centrales de la economía, la agricultura la industria y los servicios. ¿Quién preparará a estos muchachos? ¿Cuál será aquí la responsabilidad social de la academia? ¿Qué modelo económico de desarrollo va a ser configurado para atender a esta nueva demanda sin que los expectantes sean despojados por la grotesca ley de los mercados? ¿Cómo recuperar y fundamentar un nuevo tipo de clima organizacional que haga de la reconciliación una coloquial existencia más amable y aceptada? ¿Cómo evitar la aplicación de la vieja salvajada de la vindicta condenada a quedarse como la mujer del bíblico Lot petrificada en sal, pues se quedó mirando hacia atrás la ciudad pecadora? ¿Cómo cultivar el perdón, aunque jamás el olvido, para reconstruir la avejentada humanidad condensada así por la guerra y sus pertrechos criminales?

El desafío no permite duda alguna. Debe establecerse un modelo de desarrollo sustentable que, como bien lo advertía Jorge Eliecer Gaitán, deje de poner al hombre al servicio de la economía y en su lugar ponga la economía al servicio del hombre. Dicho modelo es el tercer insumo inexcusable para poder dinamizar la fase de la posguerra y más allá de los marcos especulativos de la teorética diletante, aquel reside en el Estado social de derecho consagrado parcialmente en la Carta Política de 1991. El reconocimiento aplicado de los derechos sociales, económicos y culturales, despuntados en los viejos procesos de la Revolución Mexicana de principios del siglo XX y del sueño soviético de 1917, en la Constitución de Weimar que demandaba una Alemania democrática y en otros acaeceres que proveyeron la formación de los llamados derechos humanos de segunda generación haría parte de ese “mínimo civilizatorio” del politólogo italiano Bobbio, que en buena hora evocaba el ex presidente Ricardo Lagos en el mentado encuentro de Cartagena.

Solo cuando la red institucional del Estado comprenda los más profundos requerimientos de la sociedad para apreciar que bienes y servicios, verbigracia el agua, la salud y la educación, son derechos humanos y no objetos del intercambio mercantil para lucro de pequeños, pero pudientes grupos económicos, podemos asegurar que el fin de la guerra es en nuestro caso un punto de no retorno.

En las mesas dialógicas entre el Estado y sus opositores armados se dirime la suerte de los factores subjetivos que sin justificar explican la guerra. Pero es en la fase posterior, en la posguerra donde se pueden desactivar los factores objetivos que tornarán perenne lo acordado coyunturalmente en la etapa anticipada. Esta desactivación solo podrá asegurarla el compromiso de la sociedad entera, por lo cual es injustificable y hasta absurdo que le dejemos toda la carga de este costo al Estado. La responsabilidad aquí de agentes productivos, empresarios, grupos y enlaces mediáticos, organizaciones políticas, clerecías, gremios, organizaciones sindicales y sitiales del aparato escolar es ineludible.

Una parte nodal es referida a la relación justicia y paz, los grados de punibilidad y los niveles de impunidad, para lo cual no hay ecuación precisa, al menos variadas experiencias que concluyen en el mutuo sacrificio de ambos aspectos para armonizarlos y lograr un consenso que viabilice los acuerdos y sobre todo la fase posterior a los mismos.

Es esta la razón por la que una de las organizaciones más importantes, la Universidad, debe pensar en la posguerra y actuar con decisión en ella. Y este imperativo categórico lo es con mayor fuerza para un centro de educación terciaria como la Universidad Libre, cuyos fundadores, viejos generales de la última de las guerras civiles del siglo XIX, la Guerra de los Mil Días, se dedicaron en la fase ulterior a aportar un espacio civilizatorio fundacional, atrincherado en la educación, cuya expresión fue la fundación de una universidad como la nuestra, laica, antidogmática y transigente, apegada a los viejos ideales que hicieron posible la Revolución Madre de 1789 y la emancipación de estas colonias americanas de la metrópolis española en las tres primeras décadas del antepasado siglo.  

El problema de la guerra puede ser un asunto de gobierno, pero el problema de la Paz es un asunto de Estado. Esta concepción y prospectiva debe estar lejos de todo egoísmo político direccionado por tendencias ideológicas acompañado de  entusiasmo global por un supremo valor nacional, lo cual nos obliga a entendernos con el Estado y sus instituciones, entre ellas el gobierno, en el entendido de que nos lo merecemos y llegó la hora de traducir el derecho asentarnos en el banquete mundial de la civilización.

(*) Abogado, rector de la Universidad Libre Seccional Cali.

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