El fin de la
guerra
Tanto el país
como su Estado, su sociedad, sus instituciones y los actores del conflicto
interno todavía no están suficientemente maduros para afrontar la terminación
del conflicto militar interno colombiano.
Por Libardo
Orejuela Díaz (*)
Finalizada
la campaña electoral por la Presidencia, copada por tintes de inaudita
polarización, ardides inadmisibles y extralimitadas audacias, una cosa, entre
muchas, quedó clara: el agotamiento emocional por la guerra, derivado de la
terrible mortandad conocida, de la barbarización del encono bélico, de la
afectación de la población civil no combatiente y de los réditos económicos
generados por los juegos de poder, ha conducido a una especie de referendo
fáctico por el fin de la guerra y tras la esperanza de alcanzarlo, si nos
atenemos a la evolución de la Mesa de La Habana y a los pronunciamientos sobre
una situación similar con la guerrilla del ELN, abre una densa discusión sobre
la fase posterior, que sigue a la terminación del conflicto militar interno.
¿Están
el país, su Estado, su sociedad, sus instituciones, los mismos confrontantes
directos, preparados con suficiencia para afrontar dicha fase? Certeramente la
respuesta es NO. Pero lo difícil no
asimila lo imposible. Lo que aún no ha sido del todo superado en El Salvador,
después de los acuerdos de Chapultepec en 1992, 22 largos años, no va a
lograrse entre nosotros de veloz manera. Hay que construir una política para el
pos que implica insumos insoslayables, estrategias de consideración y acciones
a implementar, lo cual conlleva la participación de la más amplia voluntad
consensuada y el desarrollo de una nueva cultura de observación y aprehensión
del otro, dinamizada por la transigencia, una dimensión horizontal del poder y
una estima integral de la democracia que sobrepase los lineamientos meramente
formales o liberales de la misma para atender derechos sociales, económicos y
culturales que la hagan plenamente accesible y
profundamente deseable.
Dada
la existencia de varios factores de crisis no solo para acordar el fin de la
disputa militar sino igualmente el paulatino recobro de la convivencia y así la
edificación de la paz, que deben ser atendidos como insumos cardinales. El primero de ellos, sin que este orden
implique un rango de importancia, reside en la confianza, la aceptación de la
buena fe y la voluntad expedita del otro. Los insucesos del pasado, verbigracia
los atinentes a Guadalupe Salcedo, Carlos Pizarro León Gómez y Bernardo
Jaramillo Ossa, detonan aún ecos que fracturan la confiabilidad en el proceso
por venir. ¿Y esta percepción se va eslabonando con el asunto de las armas,
entrega? ¿Destrucción? ¿Simple inmovilización?
La
inserción de la confianza no es un asunto de fe, sino de construcción. Implica
la denotación de un compromiso visible y tangible del Estado, los empresarios,
sectores y redes sociales, academias, gremios y otros institutos semejantes
para receptar a quienes proviniendo de la guerra se adentran en la autopista de
la paz, sustentados en el criterio de que nadie abandona la violencia política
–es la experiencia generalizada en diversos procesos en el mundo- sino siente
que el escenario contrario, el convivente, contribuye al mejoramiento de su calidad de vida y a
la instalación de un afirmativo y cierto futuro.
La
confianza, cardinal para los combatientes, no basta para los afectados en la
colisión violenta. Las víctimas reclaman resarcimiento a su martirio, seguridad
de su no repetición, desagravio a su vulneración histórica. Las víctimas no se
reducen a los 11.751 muertos, producto de las 1.982 masacres que el grupo de
Memoria Histórica coordinado por Gonzalo Sánchez documentó entre 1980 y 2012,
de las que cerca de un 62% fue resultado de la violencia paramilitar, cerca del
18% de la acción guerrillera, 7.4 % fruto de la Fuerza Pública y 12.6%
expresión de actores armados no identificados. Las víctimas recogen igualmente
el número de los miles producto de los asesinatos selectivos, que en el rango
de la misma fecha generaron un poco más de 23.000 muertos; asimismo, los 27.023
secuestrados entre 1970 y el año 2010;
los miles de desaparecidos forzosos, en un país que reporta 25.007 de esas personas por razón de la guerra, si nos atenemos a lo
concluido al respecto dada por el Grupo de Memoria Histórica, conducta que
conlleva torturas y tratos degradantes, a pesar de ser “una estrategia de
ocultamiento de la violencia”, y los aproximadamente seis millones de
desplazados que nos volvieron el país número uno en semejante diáspora obligada
y así el mayor afectado en todo el mundo, versión de cerca de un 15% del
conjunto general de la sociedad colombiana. No quedan excluidos de esta
horripilante bitácora los mutilados por las minas anti persona que hacen del
nuestro, solo antecedido por Afganistán, como el país de la inmensa tragedia en
este campo, tampoco los sacrificados en ejecuciones extrajudiciales, mentadas
coloquialmente como ‘falsos positivos’.
Igualmente,
en este deslucido universo caben los entornos familiares y vecinales, quienes
padecieron el robo de sus propiedades, el despojo de sus tierras y la
violentación física y sexual de sus mujeres e hijas, y no pudieran quedar por
fuera los millones de compatriotas que en muchos de los cascos municipales y
veredales y en los lugares más apartados del campo colombiano han sido
sacrificados en su salud fisiológica y psíquica, amordazados por la
incertidumbre diaria y atenazados por el miedo y el espanto.
Y
hablando del asunto de la tierra, esta
es una contrastada situación aún no resuelta y que históricamente motoriza la
guerra nuestra. En Colombia generalmente los Señores de la Tierra han sido los
Señores de la Guerra, y el asunto agrario, su democratización, es aún un tema
pendiente.
Y
más allá de la pacata conducta filistea que nos pudiera acompañar en momentos
de polaridad irracional, son también víctimas
los niños y niñas reclutados y reclutadas y aquellos que se enmontaron
voluntariamente tras el repaso de su triste inventario en salud, educación y
vivienda y convertidos por la desnutrición cotidiana en una especie de zombis
ambulantes que bien pudieran ser categorizados con el título de una afamada
película de Víctor Gaviria: Rodrigo D: no futuro, adolescentes sin porvenir
alguno.
También
son víctimas, colectivos comunitarios, étnicos y regionales, cuya existencia en
la periferia bajo el dominio hegemónico de los centros de poder han ahondado en
la pauperización, la inequidad y la exclusión. Las sociedades locales de zonas
como Buenaventura, el Choco, Urabá, Putumayo, Arauca y los antiguos territorios
regionales son un graficado ejemplo que lamentablemente se denota. En esto hay
que tener cuidado y ser especialmente juiciosos; como bien lo diría el ex
presidente Cardoso de Brasil en el reciente encuentro convocado en Cartagena de
Indias, la intención en la posguerra no puede ser la de asentar un modelo
económico indicativo limitado a los equívocos números del Producto Interno Bruto,
“sino de crear una sociedad decente” producto de una comunidad que en el aquí y
en el ahora reclama vivir de una manera distinta y cuya pretensión no va a
resolver el autoritarismo del mercado sino un modelo cuyo único maridaje
posible es la justicia social para señalar ilusiones en prospectiva y no sueños
regresivos.
Es
menester acotar con otro punto importante la transición de la mano de obra que,
sin cualificación para el uso de la guerra, debe tornarse mínimamente preparada
para atender a algunos de los sectores centrales de la economía, la agricultura
la industria y los servicios. ¿Quién preparará a estos muchachos? ¿Cuál será
aquí la responsabilidad social de la academia? ¿Qué modelo económico de
desarrollo va a ser configurado para atender a esta nueva demanda sin que los
expectantes sean despojados por la grotesca ley de los mercados? ¿Cómo
recuperar y fundamentar un nuevo tipo de clima organizacional que haga de la
reconciliación una coloquial existencia más amable y aceptada? ¿Cómo evitar la
aplicación de la vieja salvajada de la vindicta condenada a quedarse como la
mujer del bíblico Lot petrificada en sal, pues se quedó mirando hacia atrás la
ciudad pecadora? ¿Cómo cultivar el perdón, aunque jamás el olvido, para
reconstruir la avejentada humanidad condensada así por la guerra y sus
pertrechos criminales?
El
desafío no permite duda alguna. Debe establecerse un modelo de desarrollo
sustentable que, como bien lo advertía Jorge Eliecer Gaitán, deje de poner al
hombre al servicio de la economía y en su lugar ponga la economía al servicio
del hombre. Dicho modelo es el tercer insumo inexcusable para poder dinamizar
la fase de la posguerra y más allá de los marcos especulativos de la teorética
diletante, aquel reside en el Estado social de derecho consagrado parcialmente
en la Carta Política de 1991. El reconocimiento aplicado de los derechos
sociales, económicos y culturales, despuntados en los viejos procesos de la
Revolución Mexicana de principios del siglo XX y del sueño soviético de 1917,
en la Constitución de Weimar que demandaba una Alemania democrática y en otros
acaeceres que proveyeron la formación de los llamados derechos humanos de segunda
generación haría parte de ese “mínimo civilizatorio” del politólogo italiano
Bobbio, que en buena hora evocaba el ex presidente Ricardo Lagos en el mentado
encuentro de Cartagena.
Solo
cuando la red institucional del Estado comprenda los más profundos
requerimientos de la sociedad para apreciar que bienes y servicios, verbigracia
el agua, la salud y la educación, son derechos humanos y no objetos del
intercambio mercantil para lucro de pequeños, pero pudientes grupos económicos,
podemos asegurar que el fin de la guerra es en nuestro caso un punto de no
retorno.
En
las mesas dialógicas entre el Estado y sus opositores armados se dirime la
suerte de los factores subjetivos que sin justificar explican la guerra. Pero
es en la fase posterior, en la posguerra donde se pueden desactivar los
factores objetivos que tornarán perenne lo acordado coyunturalmente en la etapa
anticipada. Esta desactivación solo podrá asegurarla el compromiso de la
sociedad entera, por lo cual es injustificable y hasta absurdo que le dejemos
toda la carga de este costo al Estado. La responsabilidad aquí de agentes
productivos, empresarios, grupos y enlaces mediáticos, organizaciones
políticas, clerecías, gremios, organizaciones sindicales y sitiales del aparato
escolar es ineludible.
Una
parte nodal es referida a la relación justicia y paz, los grados de punibilidad
y los niveles de impunidad, para lo cual no hay ecuación precisa, al menos
variadas experiencias que concluyen en el mutuo sacrificio de ambos aspectos
para armonizarlos y lograr un consenso que viabilice los acuerdos y sobre todo
la fase posterior a los mismos.
Es
esta la razón por la que una de las organizaciones más importantes, la Universidad,
debe pensar en la posguerra y actuar con decisión en ella. Y este imperativo
categórico lo es con mayor fuerza para un centro de educación terciaria como la
Universidad Libre, cuyos fundadores, viejos generales de la última de las
guerras civiles del siglo XIX, la Guerra de los Mil Días, se dedicaron en la
fase ulterior a aportar un espacio civilizatorio fundacional, atrincherado en
la educación, cuya expresión fue la fundación de una universidad como la
nuestra, laica, antidogmática y transigente, apegada a los viejos ideales que
hicieron posible la Revolución Madre de 1789 y la emancipación de estas
colonias americanas de la metrópolis española en las tres primeras décadas del
antepasado siglo.
El
problema de la guerra puede ser un asunto de gobierno, pero el problema de la
Paz es un asunto de Estado. Esta concepción y prospectiva debe estar lejos de
todo egoísmo político direccionado por tendencias ideológicas acompañado
de entusiasmo global por un supremo valor
nacional, lo cual nos obliga a entendernos con el Estado y sus instituciones,
entre ellas el gobierno, en el entendido
de que nos lo merecemos y llegó la hora de traducir el derecho asentarnos en el
banquete mundial de la civilización.
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